Muy a pesar de la impecable lógica de Popper, los variopintos ‘progresismos’ siguen alimentándose, como hienas, de ese mito, en su impulsión por imponerle una sola versión al progreso, acusando a cuantos disientan de estar ‘fuera de la historia’. Es para echarse a llorar, como nos recuerda el gran Foldenyi que hizo Dostoievsky en Siberia al leer a Hegel, según quien Rusia estaba, por marginal, fuera de la historia.
Vengo de una región del mundo que ha estado incontables veces fuera de la historia, en el discurso de los privilegios eurocéntricos, y por ello el cuero lo llevo curado. Hace cuarenta años estoy defendiendo la razón de artistas que están fuera de la historia. Me siento coherente ahora que, escribiendo de toros, tenemos que defendernos de quienes nos señalan como parias en su versión progre y anti-especista de la historia.
Sucede que los argumentos más serios -aunque fallidos- contra la corrida de toros a la española, provienen de las trincheras de aquellos que se oponen -dicen ellos- a la ideología especista en la que se afirma a lo humano como una especie superior, con derecho sobre toda otra especie. Estos abanderados del progresismo post-humano, adalides del antropoceno, padecen sin embargo de los mismos males que critican y comulgan, sin percatarse -porque no suelen pensar dos veces lo que dicen- de las mismas miserias del especismo que cuestionan. Es decir son, como quienes afirman la superioridad ontológica del hombre- unos esencialistas: creen que las especies son entidades absolutas.
Ignoran que la diferencia -porque obviamente existe una diferencia cualitativa entre el animal y el animal humano- no procede del ser como esencia sino del ser como reserva, es decir del ser como (aún) no-ser, del ser como potencia. Y sobre todo de la limitación absoluta que caracteriza al animal al no poder ser más de lo que es, mientras los humanos podemos, siempre, aspirar a ser más, y sobre todo aspirar a ser otros.
He aquí un rasgo diferencial, definitorio: Ningún animal es capaz de ‘hacerse humano’ como el animal humano es capaz de ‘hacerse animal’, de ‘metamorfosearse’ en animal, de disfrazarse de animal para, entre otras cosas, invocar ceremonialmente su dominio simbólico sobre la naturaleza; ningún animal es capaz, como sí lo es el animal humano, de ceremonia.
Siguiendo las reflexiones de los filósofos modernos -de Heidegger a Agamben- podemos afirmar entonces que el animal no posee mundo, carece de mundo, porque sólo necesita de mundo un ser que no puede ser todo lo que es, y que para llegar a ser más de lo que es crea ese mundo, la coordenada dentro de la cual puede hacer realidad las potencias que lo lleven más allá de su programa orgánico: el animal humano.
El mundo es siempre mundo de lo suplementario y si los animales carecen de mundo es porque en su estricta, limitada, programada completud orgánica no requieren para sobrevivir más de lo que son. Los anti-especistas que se oponen a los toros en nombre de la igualdad de las especies son, con ello, además de esencialistas, utilitario simplones: ¿será que aspiran a vivir como animales, también, es decir sólo con lo necesario?
La invención del mundo, el otorgamiento de un mundo es elaboración parcial, crítica, incremental que acontece en ese intervalo dramático del ser humano, entre su no-ser, o su ser en reserva -su posibilidad- y su aspirar a ser más de lo que es, su aspirar a no-ser lo que es (incluso), su aspirar a ser-otro. Es por ello que todas las ceremonias vestimentales, todos los ornamentos, todos los disfraces y las máscaras poseen una significación especial, porque proceden y se inscriben en ese paréntesis ontológico entre carencia y mundo que marca la diferencia humana.
Esta diferencia implica un dominio -el espacio de un señorío.
El mundo no es, pues, con serlo, sólo un prodigio humano: el mundo es lo que el animal humano hace para reconciliar(se) con su devaneo, con su deriva por los eriales de la negatividad ontológica. Tal es la raiz del símbolo y con ello la razón de ser del humano como animal ceremonial, animal simbólico.
La muerte es inevitable protagonista de esa reconciliación incesante e inacabada con la negatividad, con la potencia de no-ser que, en lo más íntimo, alimenta la posibilidad humana de mundo, el otorgarse un mundo que es lo propio de lo humano, del animal humano. Ese mundo es el lugar de la soberanía, al cual el animal-animal sólo puede llegar por su fuerza bruta, por el impulso predador o sobreviviente de ser solo lo que es, y más nada.
Se entiende entonces que la miseria del especismo quiera confinarnos a ser una sola cosa, absolutamente, y que su imagen especular, utilitarista y complementaria, el anti-especismo quiera confinarnos a vivir sin mundo, sin suplemento, sin ceremonias, como animales.
Cuatro son los dominios de la soberanía humana en su reconciliación tentativa con el no-ser, en su intento de redención de la negatividad: el dominio del lenguaje (y sabemos que no existe un órgano para el lenguaje); el dominio de la líbido y el erotismo (y no hay, según lo recordaba Lacan, un órgano específico de la sexualidad humana, porque, a diferencia de la animal, siempre es más-que-genital); el dominio del símbolo estético y político; y por último el dominio de la escatología (es decir, la teología).
La forma como esos cuatro dominios soberanos se manifiestan es, siempre, la del suplemento, y en general la de la ceremonia: es en ese resto, en ese exceso ceremonial -siempre más allá de lo estrictamente necesario, más allá de lo que se es, siempre en el ámbito del no-ser-aún, que el animal humano se destaca como sujeto de soberanía. Entre las ceremonias, y entre las fundaciones ceremoniales de mundo, tienen particular importancia y necesidad en el ámbito humano aquellas relacionadas con la muerte, y notablemente las ceremonias de muerte animal.
Ya es parte del mundo -de ese mundo que los humanos creamos encima de nuestra animalidad, para llegar a ser otros-, ya es inevitable, una relación (ecológica), proporcional entre la vida del animal humano y la muerte del animal-animal. Esta relación puede, por supuesto, en todo momento modificarse, regularse, pero no será evitada salvo al precio de enormes, inconmensurables detrimentos para ambos, animales y humanos.
Precisamente porque el animal humano existe, en lo más irreductible de su ser, en relación con una negatividad posible, en relación, potencial o dramática con no-ser, con el erial del no-ser, o con el horizonte de ser-otro, el aninal humano es, acaso más que cualquier otro animal, capaz de generar desequilibrios ecológicos fundamentales, irremediables.
Pero como cualquier otro animal, y aún más como animal simbólico, los humanos podemos establecer con la muerte animal, necesaria o ceremonial, una relación ecológica, equilibrada, en beneficio del mundo. Es allí que se se inscribe perfectamente la ceremonia de muerte animal que encarna, desde hace tres siglos, la corrida de toros a la española, y toda la tauromaquia mediterránea y trasatlántica. Es allí que la miseria del anti-especismo se hace bulto, y sus razones de utilitarismo moralista, su negación obtusa, abstrusa del suplemento, su ceguez simbólica cae de su propio peso, revelándose en su flaccidez sentimental.
Pudiéramos añadir: no existe posibilidad alguna de señalar ningún desequilibrio ecológico producido por la tauromaquia. Al contrario: lo opuesto sí que es posible. La aniquilación moralista y sentimental de la ceremonia taurina de muerte animal causará gravísimos desequilibrios ecológicos -en la ecología de la producción agrícola y pecuaria, en la ecología de la sustentación ambiental, en la ecología del trabajo notablemente rural, y en la ecología de la sobrevivencia animal, empezando por la extinción criminal de la sub-especie bovina, y patrimonial, del toro de lidia español: el toro -el auroch, uro- único rastro sobreviviente del bos taurus primigenius.
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