Bienaventurados somos los que presenciamos esa tarde memorable merideña: Lunes de Carnaval 08/02/2016 Foto: Comana
por: Eduardo Soto,
En estos últimos meses, cuando la temática taurina se ha reactivado en nuestro país; cuando consagradas figuras del mundo del toro, con el peso de su sacrosanta opinión, cada vez más simplista y parcial, se permiten dirigir frases lapidarias en menoscabo del acontecer taurino nacional; cuando tales figuras se contentan con un lejano vistazo a través de un prisma de negatividad; y cuando todavía hay que hacer ingentes esfuerzos para mejorar la convivencia en nuestra familia taurina; luce aconsejable echar una mirada sobre aspectos de la tauromaquia que puedan refrescar nuestro espíritu, recalentado con sobrada razón por la crucial coyuntura que transita Venezuela.
Siempre hay que tener presente que la tauromaquia es un arte; y, en consecuencia, es conveniente recalcar que por primera vez una Academia venezolana recibe en su seno una Comisión Taurina, bautiza un libro sobre toros en su Salón de Sesiones y que en la Feria del Sol viene de triunfar el primer torero Académico de la Historia. La Academia es la de Mérida, el libro es el Manual a los Toros y el torero es Enrique Ponce, de la Real Academia de Ciencias, Bellas Letras y Noble Artes de Córdoba.
Es bueno recordar que en las dos últimas décadas, la Medalla de Oro al mérito en Bellas Artes de España ha sido conferida a veintiuna personas de la tauromaquia: El periodista taurino Manolo Molés; el ganadero de bravo Victorino Martín Andrés; y a toreros, muchos de los cuales son conocidos en nuestro país, empezando por Antonio Ordóñez y terminando con El Cordobés. Los otros diestros galardonados son: El Viti, Curro Romero, El Litri, Antoñete, Rafael de Paula, Manolo Vázquez, Espartaco, Ángel Luis Bienvenida, Paco Camino, José María Manzanares, Enrique Ponce, José Tomás, Francisco Rivera Ordóñez, Luis Francisco Esplá, Joselito, Pepín Martín Vázquez y el Rejoneador Álvaro Domecq.
Al ser la tauromaquia además un arte noble, la Plaza de Toros es el templo en el cual se oficia, el público es la feligresía, el Palco es el juez, el burel la indispensable materia prima y el torero el artífice que debe cincelarla, para que aflore y resplandezca la creación artística.
El mayor o menor esplendor de la obra depende de una serie de circunstancias, las cuales casi nunca se presentan de forma simultánea o de la manera más deseable. Situaciones de esta naturaleza, implican para el núcleo de aficionados que ha aceptado ad honorem la responsabilidad de conducir espectáculos taurinos, el inicio de una verdadera odisea.
¿Qué queda al final del viaje, para este grupo de taurómacos de acrisolada trayectoria que debe examinar y decidir sobre lo que vaya aconteciendo? Seguramente, por encima de los insultos, imposturas y diatribas de que haya sido objeto, prevalecerá una íntima satisfacción por haber cumplido con su deber en contingencias que requirieron inteligencia y tacto, amén de una profunda complacencia como taurinos, al ver refulgir los resultados artísticos de festejos que bajo su conducción tuvieron desenlace afortunado.
Es oportuno traer a colación que El Vito, en su reciente libro Memorias de Arena, al entrevistar a Antonio Ordóñez, con motivo del segundo centenario de la Maestranza de Ronda, señala que para el Maestro la emoción radica más en la fiereza del toro que en su volumen. Es bien sabido, que el volumen es más aparente que la edad, de la cual depende la condición de toro y que solo puede determinarse con certeza, mediante el examen post mortem de la dentadura del animal. Opinión tan autorizada, hace recomendable no tomar a la ligera un solo parámetro para descalificar a distancia festejos taurinos. Por supuesto que todo en la vida tiene su límite, hasta la tolerancia.
Ciertamente, lo que vimos en Mérida la tarde del Lunes del Carnaval Taurino de América, 08/02, en una Plaza con lleno hasta la bandera, trasciende la mera concesión de los máximos trofeos a Enrique Ponce, pues pertenece al terreno de lo antológico; quedará consagrada como una de las grandes faenas cumplidas en el coso de La Liria y bien podría servir de valioso instrumento para predicar la liturgia de la Fiesta Brava.
Así lo testimonia la Monumental de Mérida, vibrando hasta sus cimientos, cuando al culminar su prodigiosa actuación frente al cuarto toro, el Maestro Ponce tuvo que retirarse para viajar a México y salió a hombros, antes de terminar el festejo, en medio del clamor unánime de dieciséis mil gargantas que lo despedían al grito de ¡Torero! ¡Torero!
Bienaventurados somos los que presenciamos esa tarde memorable.
Bienaventuranza sería que comentarios de tenor similar a estos sencillos apuntes, pudieran tener eco más allá de nosotros, impenitentes seguidores del Arte de Cúchares.
Eduardo Soto, A.T.T.
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