Michel de Montaigne Foto: Wikipedia.org
Escritor, doctor en antropología cultural (Universidad de Burdeos)
Todo el mundo lo habrá entendido. Para la prohibición dictada por la alcaldesa de Gijón contra los toros en su ciudad, los nombres de Feminista y Nigeriano, llevados por dos astados en la última feria, no eran más que un pretexto, algo tan intrascendente como si alguien pretendiera acabar con el juego de ajedrez porque ahí se plantea un duelo entre blancos y negros. El substrato de tal decisión es la condena antitaurina, sustentada en dos dogmas entrelazados, que no sufren discusión ni matización o análisis de lo afirmado (así son los dogmas, claro).
El primero se viste de silogismo: la tortura no es cultura; la tauromaquia es tortura, luego la tauromaquia no es cultura. Nadie, por lo visto, ha tomado el tiempo de preguntarse qué es la tortura, en qué condiciones se comete, para qué fines y a quiénes afecta. Yo siempre me pregunto por qué las asociaciones de víctimas de estos actos atroces, en las guerras, en las dictaduras y en los estragos del terrorismo, no reaccionan al sentirse insultados por esta comparación entre lo que acontece en el ruedo y lo que ellos o sus familiares han tenido que sufrir, como actualmente, en Francia, las asociaciones de víctimas del antisemitismo protestan con razón contra esa comparación odiosa entre la obligación de presentar un "pase sanitario anticovid" y la de llevar, en tiempos del nazismo, la estrella amarilla de David.
El segundo dogma afirma que la única motivación del aficionado a los toros es el placer de ver correr la sangre y de gozar con el sufrimiento del animal (también se podría afirmar que el pescador a la línea sólo disfruta viendo cómo el pez tarda minutos en asfixiarse, o el gastrónomo al pensar en lo que ha tenido que pasar la langosta al ser zambullida viva en el agua hirviente). Tomo ese ejemplo porque un escritor antitaurino - de mucho talento con su pluma, hay que reconocerlo - ha declarado, en una de sus frases lapidarias, que si la tauromaquia es un arte, entonces el canibalismo es gastronomía.
Precisamente, uno de los grandes humanistas del siglo XVI, Montaigne, escribió en sus Ensayos un capítulo titulado De los caníbales, después de haberse entrevistado con un indio desembarcado en Ruan. En ese texto explica que los europeos tachan de bárbaros a las poblaciones autóctonas de América porque sus juicios son unos prejuicios que no saben adentrarse en las intimidades de otras culturas para conocer su contexto, ver ese otro lado humano y aprender a respetarlas. Si lo hicieran - nos dice de paso Montaigne - se darían cuenta de que el canibalismo no se explica por la crueldad, sino por otro modo de tratar a la muerte y a los muertos, que lleva también su lógica cultural.
El autor de los Ensayos tuvo una auténtica mirada de antropólogo, como también la tuvieron eminentes pensadores y religiosos españoles que se interesaron por esas civilizaciones descubiertas en el otro lado del Océano, y supieron superar su extrañeza en vez de escandalizarse. Invito pues a los censores de la Fiesta de los toros a que depongan su espíritu inquisitorial - que precisamente no lo es en el sentido noble y etimológico de la palabra, siendo distorsionado por el dogmatismo, y que pregunten a los aficionados por sus motivaciones y sentimientos, en lugar de hablar en su lugar; o que tengan por lo menos la honestidad de asistir a un festejo y de observar las reacciones de la gente. A lo mejor se llevan una sorpresa y descubren por qué la tauromaquia es también un arte. Entonces un verdadero debate podrá entablarse entre unos y otros. ¡Ya sería hora!
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