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21/8/20

Maracay y los toros: Una vieja amistad (Porque Maracay sí tiene quién la defienda)

El médico veterinario Dr. Alberto Ramírez Avendaño. Foto archivo: Homenaje a Los Aránguez en 2018.

** Versión de conferencia dictada en La Cátedra Abierta de Maracay 300, en el Instituto Pedagógico de Maracay el 16 de noviembre del 2000. 

Tomado del blog  de El Vito a los toros - por: Por Alberto Ramírez Avendaño

Surgió por puro impulso de la naturaleza. La fertilidad del valle reunió el primitivo grupo de vecinos que se apartaron del humedal de la vecina laguna de los Tacarigua y buscaron el rescoldo de las colinas protectoras que bajan de la sierra y esperaron a la orilla del camino Real su futuro destino. No fue el poblado producto de una decisión administrativa y tal vez por eso, cumplió espontáneamente la aspiración de los antiguos, de construir sus ciudades en armonía con la naturaleza, hasta en el movimiento de los astros, como lo pautara Nicodemus, natural de Mileto, paisano de un tal Tales, precursor de un invento que mucho después dieron en llamar filosofía.

Evidencia documental, cuidadosamente recogida por O. Botello, demuestra que fue a la solicitud razonada de un laborioso grupo de vecinos a lo que atendió el Obispo de Caracas y de Venezuela: Don Diego de Baños y Sotomayor, para crear en los albores del siglo XVIII, la Vicefeligrecía Eclesiástica en una localidad que no tenía la entidad de sus pueblos vecinos del valle y que apenas adquirió el título de ciudad por decreto del Libertador el año trágico de 1814.

Colonos, aparceros, menestrales y esclavos de las haciendas vecinas, gente de trabajo, compusieron la incipiente comunidad y por eso no es de extrañar que escogieran como su Santo Patrono al hacendoso San José como símbolo de un esfuerzo cumplido y estímulo para el compromiso del futuro.

La fertilidad del valle dio amplia recompensa al esfuerzo de sus pobladores y ya de antiguo se pregonaron su prosperidad y su riqueza. Además de toda la gama de productos agrícolas autóctonos se reprodujeron con éxito los recién llegados de ultramar y las vastas planicies salitrosas, de abundantes y nutritivos pastos fueron, seguramente, el medio mas propicio para la reproducción exitosa de los bovinos ibéricos que, primero como vitualla y luego como fuente de riqueza renovable, embarcaron en el Puerto de Las Mulas, sobre el Guadalquivir, los primeros viajeros de Indias. Esa remota convivencia entre los pobladores del valle y el toro, que llamamos criollo, como legitimo producto de este ambiente, marca el comienzo de una vieja amistad.

No es descabellado suponer, por ejemplo, que el grabado de la cacería de toros cimarrones que incluye Argote de Molina en su tratado de caballería de mediados del siglo XVI y ubica en algún lugar de las Indias Occidentales, haya tenido el escenario en estos valles.

Pero el toro criollo como el andaluz, su antecesor inmediato, ya venía de muy lejos, no solo como especie bovina, sino también como tótem, como símbolo místico, enraizado en los más remotos orígenes de lo que hoy llamamos civilización occidental. Del valle del Indo y de los muy antiguos pueblos arios procede el culto de Mitra, vigente por siglos, hasta tiempos del imperio romano, que atribuía a la lucha y sacrificio del toro, representación de la fuerza ciega y la barbarie, todas las virtudes de la fertilidad próspera y el dulzor de todas las cosechas regadas con su sangre. En esta estirpe mítico-religiosa se emparientan, en múltiples variantes interpretativas: el Apis de los egipcios, las esculturas táuricas de Asiria y Babilonia, los graciosos ejercicios de las vestales del Palacio de Cnosos, maravillosamente preservados en sus frisos, el desafío de Teseo en pos del Minotauro, los valerosos “quiebros” que en cumplimiento de una de sus doce tareas tuvo que dar Hércules a los toros de Gerión y tantas otras manifestaciones donde el poder brutal y la instintiva fuerza genésica se contraponen a la fragilidad inteligente del hombre que acepta el riesgo de su combate y vencimiento como un compromiso vital.

La sabiduría de los griegos depuró el contraste existencial y no por casualidad su mitología enraíza en las marismeñas llanuras del sur de la Iberia conocida, el mágico reino de Gerión y los Tartesos. Tuvieron que pasar muchos siglos hasta el hallazgo de ricos testimonios de pintura rupestre, como en Altamira por ejemplo, para encontrar la imagen de los bovinos primitivos que como especie salvaje extendió su hábitat por todo el continente europeo. Este portentoso bovino de gran tamaño, dos metros de alzada, visiblemente armado, grueso pelaje oscuro y gran movilidad, pobló en nutridos rebaños las praderas y montes bajos de todo el continente y fue objeto, desde tempranos tiempos prehistóricos, de toda suerte de prácticas predatorias por parte de la creciente población de primitivos grupos humanos, como suministro de alimentos, fuente de pieles para la vestimenta y cobijo, así como primitivos materiales para labores manuales incipientes.

Ese cazador colectivo advirtió en el instinto feroz de esta especie un comportamiento muy particular. Agotadas las posibilidades de huida del rebaño herbívoro y paciente, la agresión defensiva individual de contraataque, de los machos mejor dotados, con violentas y repetidas acometidas frontales que asumen la defensa de la grey, a despecho de su propia integridad física o la misma muerte, si el intento lo impone. Su aptitud de combate tiene como única arma el instinto que impulsa una desarrollada cornamenta en la acometida directa y, para usar al máximo el poder de la vigorosa musculatura de su tercio anterior, le hace bajar la cerviz,”humilla” y luego derrota, en brusco movimiento del cuello en busca de su objetivo. Estas características de su comportamiento “agresivo” sin propósito predador, altruista ante el rebaño, de franco sacrificio individual, nutrieron el mito y las leyendas de que fue protagonista desde siempre. De allí que fuera objeto repetido, seguramente con anhelos de transmutación, de aquellas pinturas rupestres y de las primitivas esculturas que, como los Toros de Guisando, dejaron, en la propia estepa de sus luchas, los pueblos celtiberos en el corazón de la península ibérica. Esta idea ancestral pervive todavía en la celebración de antiguos ritos en pos de la fertilidad, como el que se muestra en añejas estampas medioevales donde se representa al novio y sus amigos, conduciendo un herido toro enmaromado al balcón de la novia para que moje en sangre fértil el sayo que la cubre, muestra de anhelos colectivos, que ahora mostramos con pacíficos, aunque menos eficaces granos de arroz. De ese origen se conservan arcaicos ritos taurinos, como los del Toro del Aguardiente, El Toro de La Vega, el toro alado, con el cóndor a cuestas, de los pueblos indígenas de la sierra peruana y la derivación moderna de la carrera de los toros por las calles de los pueblos de Navarra, como la muy divulgada de los toros en Pamplona.

Los rebaños salvajes fueron víctima de la progresiva deforestación y la insaciable capacidad predatoria de las poblaciones en aumento. Los bovinos salvajes europeos, el Bos primigenius, a través de largos procesos de domesticación, dio origen a todas las razas modernas de ganado bovino especializado y a las estirpes arcaicas que subsisten: los bovinos de la Camarga francesa y los selectos de lidia, a tiempo que los núcleos salvajes se convirtieron, por su peculiar comportamiento, en los mas preciados trofeos de cacería para los nobles y privilegiados que de esa manera daban muestra de su arrojo y de su destreza personal en un lance memorable.

En este punto es inevitable una digresión pertinente para mencionar el regalo que Don José Ortega y Gasset, hizo a su amigo Domingo Ortega, en la oportunidad en que el Ateneo de Madrid invitara a este celebrado matador de toros a pronunciar una conferencia sobre la bravura del toro de lidia. Don José, un humanista que hizo del pensamiento filosófico un quehacer cotidiano para difundirlo en el lenguaje llano del hombre de la calle, se había tomado el trabajo de investigar los resultados de una sugerencia epistolar que hizo, en 1612, nada menos que el ilustre, por múltiples motivos, entre ellos la invención del calculo infinitesimal, el bibliotecario de Hanover: Leibniz, a un editor, que imprimía para la época una biografía de Julio César, para que incorporara en su libro, un grabado con la esfinge realizada por encargo, del natural, de uno de los últimos ejemplares salvajes que se conservaron en el bosque de Jaktorowka, al sur de Varsovia, donde se extinguió por completo la especie. El Uro, Thur en polaco, cual era el majestuoso animal que según el antiguo texto había alanceado en su momento, el emperador romano con maestra habilidad cinegética. El hallazgo fortuito, por parte de un zootecnista inglés en los depósitos de un anticuario de Salzburgo, permitió recuperar, ya en el siglo XX, la vieja imagen aludida, que la castiza curiosidad de Don José, encajó en la historia de la ganadería bovina y en particular, la del toro de lidia moderno y que se permitió obsequiar, en oportunidad tan señalada, a su amigo torero.

La proverbial afición a la caza de nobles y aristócratas prolongó en el tiempo su ejercicio, si ya no con los toros salvajes, con los asilvestrados que fueron siempre abundantes al amparo de los climas benignos del sur y en particular en la península ibérica. El ejercicio de alancear los toros a caballo levantado, tal como aparece al relieve en un magnífico pasamanos plateresco de la Universidad de Salamanca y como nos mostraron en el campo los señores de Palha en 1999 durante el Congreso Mundial de Ganaderos de Lidia, fue parte obligada de las prácticas ecuestres de una casta de por siglos guerrera, que los moros asimilaron pronto a su manera de cabalgar a la jineta. De allí la idea errónea que divulgó Fernández de Moratin, con su prolija Carta Histórica, que la fiesta de los toros tiene origen sarraceno y de allí, también, las posteriores consecuencias en la vistosa arquitectura vinculada a lo taurino.

La reconquista estimuló la preservación de las artes militares después de siglos de empeño guerrero y los caballeros medioevales, a la par de las justas y torneos de lucimiento cortesano agregaron, como manifestación mas viril y arriesgada, el arte de alancear toros a caballo. Fruto de esta añeja tradición fueron las Maestranzas de Caballería, con atributos nobiliarios que aun subsisten y cuya denominación atribuye el lenguaje criollo, con arbitraria gracia, a los rasgos arquitectónicos, de nuestra Plaza del Calicanto.

Fue de esperar que lacayos, caballerangos y monteros – de su chambergo redoblado para aliviar en la carrera los impactos de la ramazón – quedó el nombre para el tocado del torero moderno: la montera, quienes fueron desde siempre servidores de a pie, los que, como fruto de sus observaciones del comportamiento de la res, desarrollaron habilidades y destrezas para reducir el peligro en aquella lid – de donde nos quedó el concepto de lidia. Las Partidas de Alfonso el Sabio proscribieron, por infamante, el lucro por luchar con los toros, ejercicio que en la mentalidad caballeresca de la época estaba reservado a quienes solo lo hacían por lucimiento desinteresado.

Un curioso cuadro de la primera época de Diego Velásquez, el Pintor de la Verdad en la Corte madrileña, que se conserva en La Galería Nacional en Londres, muestra una escena de cacería confinada, con evidente intención de espectáculo, en las cercanías de Madrid, para que los caballeros de turno mostraran sus capacidades a un reducido número de invitados de privilegio. “La Tela del Hoyo de Manzanares” deja ver un claro del bosque circunscrito por una larga tela de color, reminiscencia que saltó el charco para denominar el lienzo charro, donde monteros y lacayos preparan la faena de sus señores a caballo que se disponen a dar caza a un par de jabalís, en presencia de lujosas carrozas y un público ricamente ataviado. A partir de allí faltó poco para trasladar el deslumbrante espectáculo, con toros a propósito, a los recintos urbanos: las plazas mayores y la de Madrid, por ejemplo, alojó por largo tiempo sonadas fiestas Reales y alardes románticos como los del caballero y poeta Conde de Villamediana, quien arriesgó la vida en la Plaza Mayor y la perdió en un oscuro callejón, en aras de la divisa de su pendón, que una tarde anunció, en pícaro juego de palabras, ocultos amores reales, nada menos que con Isabel, esposa de Felipe IV.

El cuaderno de viajes de una enviada de la Corte de Francia, la Condesa de Aulnoy, da cumplida referencia de las fiestas de toros en el Madrid de los Austria. Ella indaga, con la necesaria curiosidad intelectual, el origen de los usos y costumbres, el comportamiento de los toros, las divisas que desde entonces portaban y sobre todo, destaca el entusiasmo popular que despiertan. Con el advenimiento de los Borbones a la Corte española, se produce un alejamiento complaciente de la aristocracia de su antigua diversión pero ya para entonces, tenía relevancia la figura del plebeyo ayudante de a pie, a quien llamaron hasta entonces “chulo”, porque obtenía provecho pecuniario de lo que, según las recordadas reglas de caballería, solo debía hacerse por amor. Por eso el término hizo la intencionada fortuna que conserva en el lenguaje cotidiano de nuestros días.

Las destrezas y habilidades de estos hombres en el manejo del ganado cerril en rastros y mataderos, se habían perfeccionado en la plaza como personajes secundarios cada vez mas relevantes que destacaron, por ejemplo, en “el empeño a pie” para matar cara a cara y por la cruz, en la forma mas gallarda, con la espada corta, al toro no vencido por la lanza o los rejones de su señor de turno. El atractivo popular de esta fiesta, postergada por los nobles timoratos del momento, abrió entonces la puerta a su democratización espontánea alrededor de su figura popular. Una verdadera revolución incruenta: sin guillotina, sin guerras, sin motines y por supuesto, sin decretos.

Surgen entonces los nombres de los primeros toreros de a pie de quienes se tenga noticia y la interminable polémica entre los eruditos que si fueron navarros o andaluces los primeros, desde entonces, protagonistas.

Francisco de Goya y Lucientes, “Don Francisco el de los Toros” dejó para la posteridad una crónica histórica de aquellos primeros tiempos del toreo a pie en una época de “majas y chisperos” cuando todo lo popular había invadido los terrenos de una aristocracia decadente. Los aguafuertes de su “Tauromaquia” recogen viejas suertes en desuso, anécdotas históricas y aspectos vigentes para la época de una fiesta desordenada, anárquica, donde se confundían, lidiadores de a pie y de a caballo con participantes espontáneos. Los Alguaciles representantes directos de la autoridad del Sr. Alcalde, despejaban en verdad la plaza, costumbre que simbólicamente se conserva hasta hoy como responsables, ante todo, del orden público. De allí deviene la indeclinable autoridad municipal, por encima de leyes federales y reglamentos nacionales. El magisterio de ese testimonio gráfico llena toda la época en los trazos de un aficionado genial.

El derecho a celebrar fiestas de toros se concedía por privilegio Real a las comunidades que lo solicitaban en oportunidades muy señaladas y cuando la evolución impuso el pago de los asistentes en un acontecimiento eminentemente popular, los beneficios se destinaron invariablemente a obras benéficas: sostenimiento de asilos, hospitales y casas de beneficencia, tradición que se conserva en importantes localidades de raigambre taurina.

La actuación de los pioneros: Miguel Canelo o Francisco Benete de Sevilla o del navarro Bernardo Alcalde, el Licenciado de Falces, que pasó a la historia embozado, pronto comenzaron a ajustarse por cuadrillas completas siempre precedidas por hombres diestros de a caballo quienes con vara larga y “llamadera” metálica, con tope encordelado, se encargaban desde su misma aparición en la plaza de picar el toro para atemperar sus bruscas acometidas y hacer posibles las audacias de sus compañeros de a pie. El atuendo de aquellos hombres se conserva, de alguna manera hasta nuestros días: el chambergo de ala ancha que los tercios de Flandes llevaron a la península: de pelo de castor, dejó el castoreño de copa redondeada, con el adorno campero de la bellota, el pañuelo de seda en la cabeza de los montados se substituyó por delicada redecilla y luego por coleta natural, emblema de una profesión con contenidos crípticos, como su origen oriental, que la modernidad de Belmonte convirtió en añadido artificial y le restó su utilidad protectora. La chupa corta del jinete derivó en chaquetilla, cuyas sedas, hombreras y otros adornos evolucionaron rápidamente. Se mantuvo la camisa de pechera rizada y el breve pañuelo al cuello: la “pañoleta” que sólo le dejó el nombre al delgado corbatín de hoy. La primitiva faja de cuero se hizo de seda y la calzona de ante suave, que a duras penas se mantiene para los actuales picadores, se reemplazó por el calzón corto y ajustado rematado con ataduras por debajo de la rodilla: los literarios “machos” tal como los señores lo vestían de calle para la época. El brillo de la seda y los adornos recamados de la “taleguilla” actual vinieron por pronta añadidura. La media de seda blanca, detalle de lujo, adquirió matiz encarnado por imperativo utilitario en una lucha cruenta y la zapatilla liviana, presta a movimientos muy ágiles, pronto también, perdió las vistosas hebillas que conservaron clérigos y petimetres.

La amplia capa, complemento obligado del atuendo, fue por antonomasia el “engaño” primario y su contraste de colores, las vueltas y el necesario cuello se conservan con variantes y modificaciones utilitarias. Al doblar la capa sobre una “estaquilla” de madera se pudo manejar mejor con una sola mano, a la hora del empeño a pie. ¿Por eso se llamará muleta?

Se llegó muy pronto a la aparición de cuadrillas de fama muy extendida y dinastías toreras como los Romero de Ronda, Cándido de Cádiz, con posibles raíces en Cuba colonial, Costillares reconocido como introductor del volapié, Cuchares y tantos otros quienes fueron dejando como herencia suertes diversas, aportaciones técnicas hasta llegar al malogrado José Delgado “Pepe- Illo” quien criado en el matadero de San Bernardo en Sevilla, murió llorado por las multitudes una tarde de Mayo en Madrid, tiempo después de haber dictado a un su amigo letrado su “Tauromaquia o Arte de Torear” donde ordena pedagógicamente sus experiencias y termina con un comentario magistral:

“…porque a la verdad en este arte tauromáquico siempre se esta aprendiendo. No fuera el tan recomendable, si no tuviera esta cualidad brillante de infinito.”

¡Que falta nos hace recordarlo!

Un largo período de evolución del primitivo toreo a pie conduce a la presencia de un maestro, ordenador de las normas prácticas del antiguo rito: Francisco Montes “Paquiro” quien asienta con rigor profesional, las bases del espectáculo tal como se mantiene hasta el presente, no obstante su adaptación dinámica a nuevos usos y costumbres, así como variantes locales, que si no la modifican en esencia, enriquecen el contenido de la antigua fiesta y le confieren personalidad propia a sus manifestaciones en distintas regiones y en diversos países que la aceptaron como parte del acervo cultural que heredaron. Recogió también sus experiencias con el altisonante titulo “Tauromaquia Completa” llenas de sabios detalles técnicos y transcritas por un escritor, aficionado de la época, cuya identidad se discute después de mas de siglo y medio.

Se mantiene por largos años la preeminencia en los carteles de los hombres de a caballo – de ella solo quedó el caballeroso saludo del último montado que abandona la plaza, pero su popularidad individual decrece en la medida que aumenta la fama de los maestros de a pie y el calor popular que alimenta las rivalidades entre personalidades consagradas: Rafael Molina “Lagartijo” y Salvador Sánchez “Frascuelo” marcan una época que ya cumplió su primera centuria y dejó la herencia directa de un señalado “mandón” individual: Rafael Guerra “Guerrita” un nuevo “Califa” cordobés que replanteó las bases técnicas del toreo y extendió su influencia a los conceptos, hasta entonces prevalecientes, en la cría del toro de lidia como raza especializada.

Ya desde el siglo XVIII la escogencia de toros asilvestrados en amplias marismas o lejanas sierras había dejado de ser tarea de tratantes y carniceros con detallado conocimiento de las castas locales de estirpes bovinas que se criaban en plena libertad, tal como se repitió espontáneamente en nuestros llanos. Con legítimos méritos pasaron a la historia los laboriosos hermanos Rivas, de Dos Hermanas, quienes después de servir toros para las grandes fiestas en Sevilla, indicaron al primer Conde de Vistahermosa, donde y como seleccionar los rebaños de fundación de la ganadería que dio lustre a su heráldica y que hoy por día constituye el origen formal de casi todos los encastes modernos de ganado de lidia. Ese primitivo proceso de selección tuvo como recurso la práctica campera del manejo de la garrocha para las faenas de acoso y derribo y la subsiguiente suerte de picar a campo abierto. Hay constancia que “Curro el Rubio”, emblema de los actuales “conocedores”, probó al caballo las vacas de variado origen que formaron la simiente de la ganadería precursora de Vicente José Vázquez, de Utrera, como las de su aristócrata competidor.

Los rebaños primitivos de donde aristócratas y terratenientes escogieron ganados que ya gozaban de alguna fama, procedían de los orígenes y del mismo ambiente de donde se trajeron al nuevo mundo las reses que poblaron sus llanuras y montes. Exactamente el mismo origen del ganado “criollo”. Otra acotación relevante se refiere al método empírico de selección por aptitud comprobada, que por aquellas calendas y sin comunicación posible, apenas comenzaban a aplicar en Gran Bretaña, los creadores del primer “Stud Book” y Roberto Bakewell, pionero de la moderna zootecnia, que aplicó los mismos principios a la selección de ganado de carne.

Tal fue la autoridad profesional de “Guerrita” que en ese mundo de terratenientes con emblemas nobiliarios impuso criterios novedosos en la selección de un toro menos arisco y mas noble, mas boyante, mas propicio para el lucimiento de quienes disponían de recursos de interpretación de las suertes mas allá del puro dominio y muerte eficaz de la fiera. La ganadería del Marques de Saltillo siguió esos derroteros y a los laureles efímeros de sus triunfos en los ruedos de la época, añadió el premio mas trascendente de mandar a México la cepa de una fecunda cabaña brava.

Así llegamos al siglo que ahora termina con mas comunicación que entendimiento. La sinergia de un toro mas propicio, un profesional técnicamente mas dueño de su azarosa situación y un público mas sensible, a la expresión artística dentro de la vieja danza trágica, provoca una conmoción popular sin precedentes, que los escritores de la época insistieron en llamar “La edad de Oro” personificada por la irrepetible simbiosis de José Gómez Ortega “Joselito” de raza calé y depositario del mejor resumen de todas las tauromaquias precedentes y Juan Belmonte, sefardita de origen, quien suplió sus limitaciones físicas con formas novedosas y actitudes personales, que por contraste, dieron en llamarse revolucionarias. Durante una corta convivencia el trasego mutuo entre estos dos comportamientos dispares produjo la concepción artística del toreo que hoy conocemos a través de una nutrida pléyade de actores con mas o menos fortuna artística o repercusión literaria. Entre estos últimos, inconstante como artista inspirado, Manuel Jiménez “Chicuelo” se recuerda hoy mas como autor de un lance que como editor magistral del legado que tuvo y conformó lo que hoy es sistema general del toreo en redondo. Así lo explicó con lujo de floridos detalles en México, en Madrid y aquí mismo en Maracay.

Pero esta parte de la historia había comenzado hacía casi cinco siglos. Los acompañantes de Colón en su tercer viaje tuvieron la intuición de bautizar la ignota tierra firme con el presagio de Nueva Andalucía y según recientes hallazgos bibliográficos, antes que la codicia depredadora agotara los portentosos ostrales de Cubagua, la efímera riqueza de sus primitivos pobladores había celebrado con toros y cañas, a la usanza peninsular, el nacimiento de quien iba a ser, por paradoja, “El Prudente” Felipe II. Los primeros colonizadores trajeron con su lengua romance y su confesado propósito evangelizador, todo el bagaje de su cultura, sus usos y tradiciones ancestrales, en definitiva, todas las grandezas y miserias de un pueblo mestizo de origen, que en el crisol gigante de continentes aun desconocidos acometieron sin presentirlo, la mas grandiosa empresa humana que se conozca.

Carlos Salas, en el legado perdurable de su Historia de Los Toros en Venezuela, documenta la realización de festejos semejantes en Nueva Jerez, hoy Nirgua, en homenaje a la primera de las bodas del mismo monarca, por parte de quienes acompañaban a Diego de Lozada en la empresa de someter a los bravos Caracas y la fundación, ésta sí protocolar y atenida a rigurosos preceptos, de Santiago de León, que hoy aloja tantas otras fieras. Alancear toros en plaza abierta, en este caso la de Acho, lo hizo también Pizarro para emular las hazañas del germánico Carlos V en su intento incompleto de cautivar sus nuevos súbditos, de manera que en muchos puntos de la geografía de las que después se hicieron repúblicas de América, se repitieron estas experiencias de raíz legítima que algunos otros arrancaron por ignorancia, por frivolidad circunstancial o por la pretendida adopción de una cultura exógena, que por pérfida sigue siendo ajena.

Los bovinos ibéricos a partir de simiente necesariamente limitada, cumplieron la mas extensa, rápida y definitiva conquista ecológica en las inmensas llanuras aluviales del Orinoco y sus afluentes. Desde los valles y las estribaciones del extremo norte de la sierra andina hasta mas allá de Casanare, abundaron en muy poco tiempo rebaños enteros que en libertad absoluta hicieron suyas las bondades y limitaciones de un ambiente duro y propicio a la manifestación espontánea de sus ingénitos instintos de supervivencia. Ésta que pasó a ser riqueza natural, se explotó como tal por siglos como suministro de alimento valioso y como proveedor de cueros, único recurso exportable y convertible en beneficio pecuniario, por tanto derivado de “pecus”: ganado.

Los valles de Aragua y el Tuy fueron el repositorio obligado de largas puntas de ganado que andando por el camino de El Rastro llegaban para su engorde y posterior beneficio a satisfacer las necesidades de consumo de ciudades y poblaciones en crecimiento del centro del país. Por eso se estableció en Maracay, en los primeros años 20, el primer frigorífico industrial dotado de los mejores recursos técnicos de la época, que junto al avanzado Lactuario centralizaron aquí lo mejor del progreso ganadero. De aquellos rebaños de ganado criollo de puro origen ibérico se escogían los destinados a correrse para solaz y esparcimiento de los pobladores comarcanos y los que se destinaban a corridas formales a la “usanza española”, rezaban los carteles, en Caracas y demás plazas importantes del centro a donde concurrieron desde el siglo pasado toreros españoles que veían a “hacer las Américas” durante los meses de invierno nórdico.

Estos toros criollos descendientes directos del uro, a través de sus progenitores andaluces, fueron, a su vez, objeto de un rápido proceso de extinción a partir de los años 40, por mestizaje y absorción con razas cebuínas originarias de la India, que constituyen una subespecie y por eso tienen un comportamiento agonístico tan diferenciado que hace imposible la práctica del arte de torear con sus descendientes, por ariscos y bravucones que parezcan. De la convivencia secular del criollo bravo, que aun añoran los aficionados añejos que lo disfrutaron y entre los recios hombres de a caballo, indispensables para su manejo, surgió con caracteres de arte vernáculo, el coleo o la suerte de derribar los toros por la cola, a caballo, en desuso en sus tierras de origen, como la había descrito prolijamente Pepe-Illo en su tauromaquia. De oficio de campo abierto pasó, como el toreo a pie, a ejercicio de destreza y lucimiento personal, a las propias calles citadinas, cuajadas de templetes y cintas de color para el insinuante homenaje femenino en ocasión de fiestas señaladas. Hombres y apellidos, a remedo de antiguos caballeros, cobraron en estas lides merecida fama en los albores espontáneos de lo que ahora, sistemáticamente reglamentado, ha pasado a ser deporte nacional.

Del interés por preservar el prestigio otorgado por la recría de criollos a fincas, potreros y apellidos surgió la selección de vacas “cuneras” de origen familiar desconocido pero de comprobada bravura, para aparearlas con sementales de casta, de origen conocido, es decir, con “pedigree” como dicen los ingleses, que como tales ya se venían reproduciendo por mucho mas de un siglo en sus países de origen. El explosivo éxito de los “media casta” que tan difícil es mantener en sus descendientes, tuvo su origen en “La Providencia” de Raimundo Fonseca, durante los primeros años 20 la cual paso posteriormente a propiedad de los hermanos Gómez Núñez, Juan Vicente y Florencio. Por los mismos años repitieron el intento en “La Quebrada” Gonzalo Gómez, gran entusiasta de toros y deportes y la familia González Gorrondona en “Casupito” donde padrearon toros de “Veragua” que se lidiaron y luego pasaron a la reproducción. Todos estos predios en la próxima vecindad de Maracay, nutrieron su cultura ganadera y fomentaron la vieja amistad que condujo a la importación, por parte de los propios hermanos Gómez Núñez del rebaño completo de fundación de la primera ganadería de pura casta que se estableció en el país, cuyos orígenes andaluces se remontan bastante mas de un siglo. Como resultó perfectamente natural la ganadería prócer también se estableció en este valle, en una finca próxima a Turmero: “Guayabita”. Todo este ambiente ganadero, imperativamente taurino, tuvo por centro a Maracay, mas por la tarea cotidiana que por frivolidades de tertulia, al tiempo que aficionados y tratantes, difíciles de diferenciar, como Julio César Ohep y Don Jesús Solórzano hicieron posibles los primeros pasos de futuras figuras y alimentaron los cimientos de una afición que une y caracteriza nuestra identidad ciudadana.

Los acontecimientos político-militares que siguieron al triunfo de “La Restauradora” habían concentrado todo el poder en la persona de Juan Vicente Gómez, hombre de campo, quien como sus antecesores: Joaquín Crespo, Guzmán Blanco y José Antonio Páez encontraron en las fincas aledañas al primitivo Maracay fuentes para aumentar su recién llegada riqueza y muestras suntuosas de su poder. Para entonces permanecía el poblado con estructura muy semejante a la que había descrito Humbolt, un siglo antes, en el relato de sus viajes.

Vigilante directo de sus numerosas propiedades, ganadero por vocación, rehuyó las intrigas capitalinas del ejercicio del poder y se refugió en Las Delicias sin descuidar el control personal de las fuerzas militares. Se formó así, a su alrededor, una pequeña corte de familiares y allegados junto a la variopinta legión de acólitos y eternos solicitantes de algún favor que resolviera sus urgencias.

Rápidamente el pequeño poblado experimentó un inusitado crecimiento. A las instalaciones militares de diversa índole se sumaron las primeras factorías agro-industriales procesadoras de las materias primas obtenidas de actividades ganaderas y agrícolas y este desarrollo condujo, desde los finales de la década de los años 20, a un proceso sin precedentes de renovación urbana que cambió en muy poco tiempo el perfil de la adolescente Maracay. Los para entonces modernos cuarteles militares, de cierto carácter germánico, el campo inmediato, cuna de la aviación venezolana, un moderno hospital civil, el Hotel Jardín, de líneas avanzadas y el mas moderno y confortable del país, plazas y parques públicos que todavía sorprenden, todo se construyó casi simultáneamente al conjuro mágico de la riqueza petrolera que apenas se esbozaba, mientras caminos reales y viejas veredas ganaderas se convertían en carreteras pavimentadas.

Los ya mencionados mecenas del Maracay taurino, los “muchachos” Juan Vicente y Florencio, quizás estimulados por su amistad con Juan Belmonte, quien fue su sorprendido huésped durante su única visita a Venezuela, propusieron entonces la construcción de una plaza de toros a la altura de las circunstancias, para dejar atrás la memoria de las predecesoras. La derribada en el sitio del recién construido “Barrio Catalán” o la que existió por mucho tiempo en el la esquina de “La Maracayera” vecina a un primitivo matadero y al modernizado Mercado Principal de aquellos años. Aquella fue una idea coherente con el clima tauro-ganadero de la pujante ciudad y la proyección de su embellecimiento. Con ese fin se encargó a un joven arquitecto, con sólida formación académica y fina sensibilidad artística, Carlos Raúl Villanueva, el proyecto y supervisión de la construcción de la Plaza del Calicanto, la cual paso a ser desde su misma inauguración, en Enero de 1933, sin necesidad de decretos ni de campaña publicitaria alguna, el emblema ciudadano por excelencia y símbolo sentimental y artístico de los maracayeros

Un feliz resumen de los mejores elementos de la arquitectura mozárabe que desde el siglo XVIII, en virtud de la ya mencionada Carta Histórica de Fernández de Moratin, se había hecho indisoluble de las corridas de toros, pasó a ser no solo un hermoso edificio, también ha sido el mas fecundo crisol de la afición taurina por la proyección internacional que le han conferido los alumnos mas destacados de su prodiga escuela taurina y por el calor y color particular y entrañable de la afición, quizás no tan numerosa como deseáramos, que con espontánea vocación se acoge bajo sus arcadas. Aficionados que según la explicada raíz etimológica actúan solo por afecto, a diferencia de quienes se anticipan a “cobrar” en notoriedad, al amparo de una calificación que no merecen y la utilizan para los fines, no siempre confesables de sus propias relaciones publicas y peor aún, de aquellos que por simple y llana “chulería” quieren vivir del toro sin asumir el riesgo y con fachada petulante exigen proventos ilícitos a cambio de “mediatizadas” informaciones divulgativas.

Como un modesto homenaje a tantos y tantos aficionados anónimos es forzoso mencionar aquí, a manera de fraterna muestra, algunos puntales representativos de la afición del Maracay de ayer, de hoy y de siempre, que acoge gentes de los mas diversos orígenes y de las mas variadas actividades y quienes han encontrado aquí reconocimiento a su esfuerzo y para quienes la afición taurina ha representado un vigoroso nexo afectivo con la colectividad que los acogió sin exigencias previas. A quienes miren con la necesaria curiosidad esta amistad histórica entre el siempre joven Maracay y la siempre renovada experiencia taurina, están dirigidas estas palabras. No hay en ellas propósitos proselitistas, pero intentan mostrar por qué merecen rotundo rechazo las protestas en contra de los toros, los intentos fascistas por la prohibición del espectáculo en aras de un supuesto intento civilizador, que sólo sostienen quienes desde el olimpo de su ignorancia repiten consignas que insultan la inteligencia del hombre de hoy, en pos de formulas totalitarias que contradicen la tolerancia y libertad que todos perseguimos y anhelamos para un mundo mas justo.

El comportamiento de un conjunto humano frente a la percepción de una experiencia artística la define y la caracteriza, al mismo tiempo se forma un vínculo por proximidad anímica que refuerza el sentimiento de pertenecer a él y por eso, la colectividad se reconoce como cosa propia a través de esa comunión emocional. Allí se pudiera buscar el residuo en el fondo de esta vieja amistad, que se advierte, como denominador común, en los siguientes personajes:

Pedro Pineda, como si respondiera, sin saberlo, a antiguas tradiciones salió de trabajador del Matadero Maracay, donde tuvo su bautismo de sangre por asta de toro en el cotidiano lidiar con las reses de abasto. Refinadas sus capacidades en el crisol del Calicanto tras un breve y rudimentario aprendizaje de las reglas básicas del arte, alcanzó nombradía por su entrega y seriedad profesional y mas aún, a la manera clásica, por la pureza con que ejecutó la suerte de matar. Obtuvo con reconocidos meritos una alternativa de categoría y prodigó sus actuaciones, en las condiciones posibles para la época, especialmente en la región andina, donde con sus éxitos y sobre todo con su seria entrega abonó el cultivo de la fiesta de los toros. Su labor imperecedera de maestro de toreros dura hasta el presente y se proyecta en el tiempo con la solera del crisol de origen, con testimonios vivos en todos los ruedos del mundo. A su afición, a su dedicación y esfuerzo, no siempre comprendido, se debe también la construcción paciente de las bases de la afición local con la organización regular, mas de 40 al año, de la mas variada gama de espectáculos taurinos, que desde niños fomentaron la permanente inclinación de los maracayeros para quienes asistir a la plaza se convirtió en hábito obligado cada domingo por la tarde. “Damas, niños y militares sin graduación: mitad de precio” rezaban los carteles, y a este amparo se acogían, no solo las continuas oportunidades de los noveles actuantes, siempre renovados por su rigurosa escuela, sino también la otra escuela mas amplia y siempre necesaria de los aficionados de tendido.

Alrededor de la figura de este maracayero laborioso y disciplinado se fueron consolidando las dos vertientes del Maracay taurino: las camadas, continuamente renovadas de noveles toreros, que hoy vemos florecer en alumnos de sus alumnos y una afición devota, quizás no demasiado numerosa, pero que se encarga de mantener vivas sus raíces, sin aspavientos ni protagonismos, como corresponde a los viejos amigos. Su alumno primogénito, Oscar Martínez Natera, comenzó junto a su hermano Ricardo, lo que después se convirtió en una larguísima saga de toreros de variadas tendencias y aún mas variada fortuna artística. Torero desde niño, austero y formal y con arraigada mística profesional, acrecentó su escueta formación clásica con la acogida que sus meritos le hicieron ganar dentro de la muy exigente casa “Dominguín” que lo condujo hasta una brillante alternativa después de una exitosa campaña novilleril rematada en Madrid con el cartel de “no hay billetes”. Vocacional e introvertido no estuvo dispuesto a hacer concesiones a la galería, ni dentro ni fuera de la plaza. Intransigente ante la mezquina política al margen de los ruedos se apartó prematuramente de ellos y canalizó su afición de toda la vida por el arte fotográfico y la taxidermia autodidacta, en todo lo cual dejó también huella importante, así como en su ejemplar conducta familiar y ciudadana.

Del mas humilde origen, encontró en el crisol del Calicanto una visión que pudo encauzar su temperamento de rebelde con causa y regresó para darle su nombre después de triunfar rotundamente en todas las plazas importantes del mundo. Cesar Girón Díaz colocó, por si solo, el nombre de Venezuela, en la historia del toreo de todas las épocas y con toda justicia Víctor José López rinde tributo a su memoria bajo el titulo de “Venezuela Vestido de Luces”.

“Cien plazas resultaron cien Sevillas

y cien Guadalquivires, Rubicones…”

Así cantaron distinguidos poetas e intelectuales contemporáneos, testigos de sus ejecutorias, las glorias del primer Girón que no intentamos repasar aquí. Fue también el patriarca de una de las mas largas dinastías de toreros. Curro Girón se impuso con luz propia en un firmamento taurino nutrido de grandes luminarias; Rafael, el artista inconstante de la casa y aún la trayectoria de Efraín Girón, inmerecidamente ensombrecida por sus hermanos mayores, sigue presente como desafío profesional para las nuevas generaciones.

César, el César de Maracay, rindió su vida en pleno corazón del valle que tanto amó cuando comenzaba a domeñar el único adversario que lo puso en jaque: el toro indómito que llevaba dentro. A sus glorias tantas veces cantadas poco podemos agregar, solo dar testimonio de la huella imperecedera que dejó en su terruño, que al despedirlo se volcó en la mas concurrida manifestación popular que recordemos.

Por esta plaza pasaron todos los toreros nacionales para quienes ha sido siempre un desafío, con carácter de reválida profesional y los toreros mas importantes del mundo, de cualquier nacionalidad, en los últimos 67 años. Muy gustosa, pero muy larga para nuestros propósitos, resultaría la lista e imperdonables las involuntarias omisiones. Por su demostrada vocación maracayera, dentro y fuera del ruedo a través de una larga trayectoria, por justificada excepción, mencionamos un andaluz: Tomás Campuzano quien se hizo acreedor a la designación de maracayero adoptivo, que lleva con orgullo. El junto a muchos mas que escapan al relato, dejaron su aporte mas o menos afortunado para la afición que pretendemos representar en los siguientes personajes sin desmerecer meritos ni trayectorias de tantos otros quienes tienen su sitio en la memoria ciudadana.

Corpulento y jovial, invariablemente tocado de un sombrero de ala corta, respetuoso e irreverente al mismo tiempo, sentía su Maracay como su propio cuerpo y conocía al dedillo el nombre e incidencias de cada coyuntura, las esquinas, las calles y los antecedentes de cada edificio o apellido. Historiador nato, quien seguramente no escribió una línea, atesoró en amoroso desorden los recuerdos de su pasión taurina, que compartía con los cofrades que sabia escoger. Modesto y generoso, quedó en la barandilla de la entrada del tendido de sombra, como el mas auténtico representante de la afición taurina de su pueblo. En los oídos de muchos de nosotros todavía retumba el vozarrón siempre oportuno de Manuel González “Manuelote”.

Y enfrente, “Manuelito”, Manuel Peñaloza Fernández, intelectual y poeta por la gracia de Dios, hizo todo lo posible para pasar inadvertido en su propia tierra, tan propicia al arribismo y a la especulación circunstancial de egos vacíos. Dejó casi sin proponérselo, hermosas muestras de poeta sensible y delicado. Encontró en los samanes de Aragua las raíces fecundas del valle y en su Calicanto inventó la cantera que publicistas y políticos, en pretendida búsqueda del alma popular, han hecho trascender sin conocer su origen, en el lenguaje cotidiano. Su pasión por los toros lo sembró, como un samán de Aragua, donde el quiso quedarse mas a gusto: en el recuerdo de sus amigos de tendido.

Político en la mas olvidada y legítima acepción de la palabra, que acuñó sin alardes el emblema de “Aragua, corazón de mi país”. Todo el sol de sus playas, la umbría de sus montañas, el dulzor de sus valles, cupo por entero en su generoso corazón, que sintió a su gente y derrochó amistad con la entrega sincera que añoramos quienes tuvimos la suerte de compartir con “Joseito” sus dos amores: su tierra y casi por consecuencia, los toros, a los que interpretó como una manera de ser maracayero.

Banco permanente de ensayos toreros, fueron mientras lo permitieron los toros criollos en rápida desaparición, los corrales del viejo matadero. Especie de escuela paralela, allí tuvieron acogida otro nutrido grupo de aficionados y aspirantes, al amparo de la complicidad disimulada de un mecenas poco recordado “El Cabo” Irene. Allí, en forma subrepticia, completó su formación un buen número de toreros en agraz, uno a quien estoy obligado a señalar por símbolo, por la pureza clásica de su sentido artístico: Carlos Martínez y otro, Carlos Rodríguez “El Mito” por su legítima raigambre popular.

“El Milagro” el barrio que lo vio nacer, sacó su nombre de la ausencia de autoridad competente que lo impidiera y brotó por fuerza de la naturaleza, como siglos antes lo hiciera la ciudad entera. José Nelo, por esfuerzo constante, que no por milagro, pasó de espantapájaros infantil a figura torera que adoptó en su nombre artístico el mensaje de su tierra, ha paseado con éxito y pleno reconocimiento profesional los ruedos del mundo. Morenito de Maracay esta presente aquí esta tarde y en estos mismos días tomará su alternativa de matador de toros Juan José Girón, el mas reciente vástago de la fecunda cepa gironera. El representa ahora las ilusiones y esperanzas de tantos jóvenes que en las escuelas taurinas esperan encontrar su destino. Esas ilusiones y esas esperanzas merecen todo nuestro respeto y admiración por que en ellas alienta la llama que va a mantener viva la señera amistad que tanto queremos conservar.

A través de estas semblanzas, mas cariñosas que afortunadas, pretendemos rendir también merecido tributo a los miles de aficionados innominados que han nutrido la vertiente de esta vieja amistad junto a los cientos y cientos de aspirantes, novilleros y matadores de toros, unidos a tantos otros que encontraron en las filas de los toreros de plata o como toreros de acaballo, como el incombustible Rigoberto Bolívar, el camino y la satisfacción de sus aspiraciones juveniles y aquellos otros, quienes tras bastidores, con afición y profesionalismo, cumplen sus tareas con entrega: conserjes, mozos de espadas, sastres y artesanos diversos y tanto personal de apoyo que hace posible la celebración de espectáculos taurinos y que tienen aquí su baluarte mas importante.

Es hora de terminar este farragoso relato sobre el vínculo de una joven que nació por fuerza espontánea de la naturaleza y se conserva hoy, como en su origen, laboriosa, alegre y desenfadada después de sus primeros trescientos años y mantiene orgullosa en su sentimiento colectivo el calor renovado de su vieja amistad.

Alberto Ramírez Avendaño

Diciembre del 2000

(Versión de conferencia dictada en La Cátedra Abierta de Maracay 300, en el Instituto Pedagógico de Maracay el 16 de noviembre del 2000 )

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