El Presidente, de manera insólita, le negó la oreja a Colombito, con los tendidos como cubiertos de nieve por la pañolada. Foto: burladero.tv
por: Eduardo Soto
Este año, tuve oportunidad de ver una media docena de corridas de la Feria de San Isidro y cuatro de la Feria de Pentecostés de Nimes, ambas en plazas de primera categoría, cimeras de sus respectivos países, en las cuales se puede disfrutar de la Fiesta Brava, aunque con matices diferentes.
En ocasiones anteriores, había podido deleitarme con verdaderas tardes de toros en Las Ventas, pero, esta vez, me ha quedado la impresión que la Monumental está de capa caída. Las reglas se reblandecen, los toros se echan en la arena y hasta los Miuras se derrumban y pierden las cuatro extremidades al sentir un puyazo, para delicia del creciente número de espectadores asiáticos y rusos, que entonces acciona sus cámaras con furor.
Los toreros en Madrid siempre se esmeran, conscientes de la importancia del envite, pero la autoridad taurina se ofusca, incluso en novilladas, cuando debiera extremar su sindéresis, al tratarse de jóvenes valores del escalafón menor. Así sucedió cuando el Presidente, de manera insólita, le negó la oreja a Colombito, con los tendidos como cubiertos de nieve por la pañolada. Afortunadamente, para una de las más firmes esperanzas de la torería nacional (pues la otra acaba de hacer el grado), se comprobó que no hay mal que por bien no venga.
En fin, la otrora Catedral del Toreo va decayendo, para desconsuelo de sus miles de aficionados, quienes, como van las cosas, se pueden ver forzados a serenar su pasión taurina, a punta de remembranzas.
Por su parte, las Arenas de Nimes impresionan al estar enclavadas en un Anfiteatro romano y se siente particular emoción al presenciar un espectáculo taurino, en el mismo escenario donde hace más de dos mil años, combatían fieras y gladiadores. Ahora, desde 1863, se celebran corridas de toros en su ruedo elíptico, de 133 metros de largo, con un solo y ancho portón, que sirve para todos los usos. No se puede ingresar a la plaza con bebidas alcohólicas y los vendedores de refrescos y chucherías, se desplazan en precario equilibrio sobre el borde de albañilería redondeado de la barrera. Existe una sección del tendido para uso de aficionados jóvenes, quienes gozan de precio preferencial; la banda de música, de unos quince ejecutantes, es notable y se escucha bien en todo el recinto, que tiene buena acústica; no se venden almohadillas y las localidades se ubican fácilmente, además la piedra está recubierta por tablones, uno que sirve de asiento y otro que proporciona la comodidad de un espaldar.
En general, los encierros estaban bien presentados y los toros a toda punta; la suerte de varas se ejecuta colocando de lejos y las rayas del ruedo se retocan entre toro y toro.
Pero lo más admirable de las Arenas de Nimes es su afición, pendiente de todo, que exige, reclama y aplaude, con tal acierto y sentido de oportunidad, que solo puede ser producto de un cabal conocimiento de lo que va aconteciendo en el ruedo, lo cual hace interesante y ameno conversar con los vecinos.
Además, en las cercanías de la plaza, existe un interesante Museo Taurino, donde hay una sala dedicada a Carmen, con el vestuario utilizado y fotografías de cuando la ópera se escenificó en el propio Anfiteatro. Posteriormente, se añadió otra sala consagrada a la apoteósica corrida de José Tomás, cuando se encerró con seis toros, que le permitieron una magistral actuación, cuyas cabezas disecadas y las fichas manuscritas del Presidente del festejo, con sus anotaciones sobre cada ejemplar, se pueden observar en la sala. El salón principal está dedicado a la historia de las Arenas de Nimes y a evocar figuras, entre las que destaca Christian Montcouquicuol, torero nacido en Alemania, pero que pasó a la historia como Nimeño II y su escultura se puede admirar en las afueras del Anfiteatro.
En resumen, mi novel experiencia en la primera plaza de Francia, ha sido reconfortante, placentera y, por supuesto, inspira deseos de volver.
Quizás estemos en presencia de uno de esos nuevos misterios de la tauromaquia, cuando en dos plazas de tanta importancia y ahora de la misma mano, se puedan dar dos ferias con tenores tan distintos.
Estará la explicación en el largo número de festejos de Madrid, en la calidad de la afición de Nimes o acaso, sencillamente, en la suerte, siempre necesaria en la Fiesta Brava; en cualquier caso es mejor, por el momento, abstenerse de explicitar más razones.
Eduardo Soto, A.T.T.
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