18/7/15

Manuel Vanegas: ¿Qué hace un hombre como él en un sitio como éste?

"Mi padre nunca se ha puesto un traje de luces y sin embargo lo poco o lo mucho que aprendí, fue gracias a él". Foto:

por: KARINA SAINZ BORGO - www.vozpopuli.comtomado de: blog elvitoalostoros



El novillero venezolano Manuel Vanegas debutó en Las Ventas el domingo pasado. Se llevó la única oreja de la tarde. Tiene apenas 20 años. Llegó a España con 17. Y aunque ésta parezca una conversación sobre toros, que lo es, no es del todo una historia sobre muletas y verónicas. Hay algo más.



Domingo López-Cháves lo vio torear en agosto de 2011, en las ferias de Táriba, un pueblo tachirense de cien mil habitantes, casi en la frontera entre Venezuela y Colombia. No dudó un minuto el diestro salmantino y le ofreció viajar con él a España. De eso hace ya casi cuatro años. Entonces Manuel Vanegas (Seboruco, Venezuela, 1995) recién cumplía los 17. Hoy, el novillero venezolano habla del asunto estrenando los veinte. Lo hace a las diez de la mañana del día siguiente de su debut en Las Ventas, plaza de la que salió, oreja en mano, tras una faena elegante, ejecutada con belleza, carácter y técnica.

Domingo López-Cháves lo vio torear en el pueblo fronterizo de Táriba, en Venezuela. No lo dudó. Le ofreció viajar con él a España. Vanegas tenía 17 años.

Está en racha Manuel Vanegas. Viene de cortar otras tres orejas en Francia, en Vauvert. Él cuenta estas cosas sin aspavientos. Vanegas habla con una rara mescolanza entre el desteñido acento tachirense y un cantao español que se le ha pegado a la lengua. No es de extrañar, el novillero lleva más de tres años entre España y Francia.


"No me cuesta estar delante del animal. Creo que eso se notó con el segundo novillo del domingo, el de la oreja. Pienso que la decisión de conceder la oreja estuvo en el peligro del toro y en la voluntad que le puse. Se dio bien la espada, por eso tenemos la oreja", dice con esa fórmula mayestática que usan algunos deportistas o personajes públicos para hablar de sí mismos. Así, con una camisa blanca de lino y sin el traje de luces, Manuel Vanegas -Manolo, Manolillo, Manolete, le llaman de muchas formas- parece devuelto a su juventud, tan distinto del hombre cejijunto y silencioso que ejecutaba recortes y pases la tarde anterior.

Vanegas nació en 1995. No alcanzaba aún el año de vida cuando José Tomás tomó la alternativa en la Plaza México, tenía tres en las elecciones de 1998 en las que Hugo Chávez se alzó victorioso como presidente de Venezuela y no había cumplido ni siquiera los diez cuando dos aviones de American Airlines pilotados por terroristas de Al-Quaeda se estrellaron contra las Torres Gemelas. Eso sí: vino al mundo como la tercera generación de una familia ligada al mundo del toro en su Táchira natal.

"Mi padre nunca se ha puesto un traje de luces y sin embargo lo poco o lo mucho que aprendí, fue gracias a él".



Es natural de Los Andes, un lugar de gente formal; gente de montaña y pocas palabras; que mantiene el usted incluso en el trato entre padres e hijos. Los Andes, un lugar de clima frío y de donde han salido buena parte de los grandes toreros pero también de los artistas, escritores y líderes políticos que gobernaron el siglo XX venezolano. Un sitio clave para entender la historia del país donde Manuel Vanegas nació y creció.

"Somos del Táchira –el nosotros alude a su familia-. Nacimos en Seboruco, pero vivimos en La Fría, a cuarenta minutos de la frontera con Colombia". Y de allí, de ese pueblo de treinta mil habitantes, Manolo Vanegas vino a parar a España. Este chico es un habitante de bisagras, de fronteras. Quizá por eso se mueve ágil en esa línea que separa un mundo de otro: el ruedo, ese lugar de paso en el que unos eligen jugarse la vida. Acaso matar, o a veces matarse, pero bellamente.

Lo curioso es que alguien de su edad haya elegido ese oficio entre romántico y anacrónico, para entregarle sus mejores años. ¿Qué hace un hombre como él en un sitio como éste? Es lo que uno no puede dejar de preguntarse al verlo -novísimo, doncel- fuera del ruedo, sentado junto a una espada y un capote con su nombre serigrafiado en letras de imprenta extendido sobre una silla, Manuel Vanegas responde, serio y sobrio, a una batería de preguntas. Una conversación que podría ser tal, de no ser por el hecho de que quien insiste en preguntar, formula siempre la misma interrogante: ¿qué lo ha traído hasta aquí?

-¿Qué lleva a un chico que no ha terminado el instituto a dejar todo cuanto conoce y cruzar más de 8.000 kilómetros para venir a España para ser torero? No es algo que su generación cultive especialmente.

Mi casa es casa de toreros. En mi familia se vive del toro. Mi hermano es matador. Mi abuelo era novillero y luego se hizo empresario taurino. Mi padre tiene un espectáculo cómico de toros, para crear afición. Normalmente los niños no van a las plazas, por eso mi padre hizo un espectáculo con enanos toreros, acróbatas, cómicos y vaquillas. Desde pequeños, mis hermanos y yo hemos estado cerca de eso. Los Vanegas nunca hemos ido a escuelas taurinas, mi escuela fue mi familia. Mi padre nunca se ha puesto un traje de luces y sin embargo lo poco o lo mucho que hemos aprendido, y lo que yo he aprendido, fue gracias a él".

-Cuando César Girón vino a España, en 1951, tenía un par de años más que usted. Al llegar a España, me dijo, que tenía usted, ¿cuántos años?
 
Diecisiete.

-Girón tenía dos más y ni un centavo. Pero entonces, Girón regresó con un traje de luces, 60 dólares y una máquina de escribir. La máquina de escribir doy por hecho que no, pero ¿qué se llevó usted a Venezuela aquella primera vez que volvió?

Es una historia muy larga... Cuando me vine a España no tenía traje de luces. No tenía capote. No tenía espada. No tenía nada. Se lo juro. Recuerdo que, avergonzado, llamé al maestro López-Cháves. Le dije: maestro, no voy a ir…  ¿Y por qué?, me preguntó él. Porque no tengo traje. Él es una persona con un corazón muy grande, por eso él para mí lo es todo. Él me respondió: Manolillo, donde come uno, comen dos. Tengo aquí capote, muletas, vente para acá.

-¿Y entonces?

Mis comienzos fueron con sus capotes, sus muletas, con todo. Hice un poco de dinero y pude comprar mis trajes, mis capotes y mis muletas. Me preguntas qué me traje en aquel primer viaje de vuelta a Venezuela, pues la sensación y no necesariamente material, de avanzar. En Venezuela eso jamás lo habría conseguido. Nunca habría logrado lo que he conseguido aquí, que no es mucho, pero estoy agradecido. Para un venezolano pisar Las Ventas, que te miren de otra manera, que te respeten… eso es importante. Estoy muy agradecido con el maestro López Cháves por eso.

En su Muerte en la tarde (1932) Hemingway, quien sintió por la tauromaquia lo que con el vino -un amor expansivo y furioso; y como todo en él, excesivo-, escribió que en los toros no sólo se aprende a ver el peligro, sino también a estimarlo, a distinguir en él el temblor que produce la sorpresa y la brusquedad del animal, pero también la emoción que genera en quien observa la técnica bien ejecutada.

La muleta fue buena y la espada entró directa, como si el lomo del animal estuviese hecho de mantequilla. Y aun así, el público de Las Ventas -exigente, como siempre- resopló.

La tarde de su debut en Las Ventas la semana pasada, Manuel Vanegas procuró una faena vistosa, y sin embargo no pudo evitarlo, le salió algo mejor que eso. Ahí donde él se empeñaba en la perfección, apareció algo más complejo. Encadenó lances de rodilla. Enhebró una verónica con la siguiente. Banderilleó con propiedad -desprendía un aire de familia con el Fandi, por cierto-.

Vanegas levantó delantales ahí donde sólo soplaba un calor de muerte –la tarde sobrepasaba los 40 grados- y cuando uno de los novillos de 500 kilos rasgó el capote –la tela resonó en la plaza-, con una elegancia natural, Manuel Vanegas salió del asunto como si llevara muchas más temporadas de las cuatro que acumula. Tocó cambio de toro –el segundo fue sustituido- y vuelta a empezar. La muleta fue buena, muy buena. La espada entró directa, como si el lomo del animal estuviese hecho de mantequilla. Y aun así el público de Las Ventas –exigente, como siempre- resopló.

-En Las Ventas nadie se lo puso fácil. Ni los novillos, ni el público. Y sin embargo, usted parecía muy seguro de a qué iba.

Me enteré que toreaba en Madrid 20 días antes, cuando salieron los carteles. Venía de torear en Francia, que salió bien: corté tres orejas allí y me gané un trofeo, el Manzanares de oro. Me quedé esa semana en casa del maestro López-Cháves. Estaba consciente de que iba a torear, pero sin matarme la cabeza… y no porque no me importara, al contrario. Era un sueño y quería disfrutarlo. Estaba tranquilo.

-El asunto es que toreó, y con los nervios en su sitio, muy en su sitio. ¿Cuándo fue su punto de inflexión desde 2012 hasta hoy?

Estuve primero en fincas en Salamanca, haciendo campo. Participé en bolsines, en escuelas taurinas. Debuté en Deva, en Guipúzcoa. En 2013 di el paso de novillero, en Gijón. Ahí la cosa se volvió más dura. El año pasado hice tres novilladas y dos festivales. Hubo triunfos en Francia. Este año en Francia llevo cuatro novilladas. Comencé la temporada el 22 de marzo con vuelta al ruedo. En Francia suele ser complicado, porque si el animal no tiene motor la gente se pone en contra, pero si te ve con voluntad, lo aprecian. Hay que hacer una buena faena, también las banderillas, que son importantes.

-Ahora que dice banderillas, ¿dónde aprendió a banderillear así?

A banderillear me enseñó mi padre, pero tuve la oportunidad de entrenar unos días con el maestro Fandi y me corrigió algunas cosas e incluso me dijo algunos secretos.

-Ahora se entiende todo.

- ¿A qué se refiere?

- Pues a las banderillas. 

Pero sigamos. En el uno a uno con el toro, la razón debería dar al torero las ganar, ¿realmente es así?

Estar preparando mentalmente supone un 80% de ventaja. El animal tiene la fuerza, pero también es verdad que un mal paso puede terminar en una voltereta. Incluso hay animales que fingen ser buenos y te hacen una mala jugada. Puede que no sea un error propio, sino una jugada del toro. No lo puedes olvidar: esto es una pelea entre dos.

-¿Para cuándo la alternativa?

De momento, tanto los apoderados como yo pensamos que es mejor esperar. Hay que tener más recorrido, adquirir más oficio.

Un traje de luces puede llegar a pesar entre cinco y seis kilos, un capote entre cuatro y seis. Manuel Vanegas pesa 60 kilos y los novillos que lidió esa tarde alrededor de 500, incluso un poco más. De algún lugar tiene que salir la fuerza para enfrentarse a un animal que pesa ocho veces lo que su contendor. 

En lo que al arte respecta, pues bien, podríamos entender que en parte viene dado y en buena medida se cultiva a partir de la observación y el empeño, pero la fuerza, ¿de dónde viene? ¿qué hace un novillero o un torero para conseguir tal cosa?

"Si juegas al fútbol lo que tienes enfrente es una pelota, con todos mis respetos, pero es una pelota. Nosotros tenemos un toro y un público que te lo exige todo".

Todos los días -pero todos- Manuel Vanegas sale a correr una hora por las mañanas. Pero el día sigue con lo que él llama entrenamiento de salón, además del entrenamiento de campo y el de puertas adentro. El primero es algo así como torear sin toro: postura, movimientos, técnica; el segundo ocurre en pleno campo, con becerras, y el tercero, a puerta cerrada, con un toro. Y así un día y otro, y otro y otro y otro y otro. Y es allí al entender en qué consiste esa rutina, cuando la frase “vivir para el toro” se desprende del tópico, como cuando separas una pegatina del vinilo. Todo se vuelve más nítido.

-¿Qué se siente usted: deportista, artista, acróbata, performer?

Artista, sin duda, artista.

-¿Y por qué está tan seguro?

Lo siento así.

-¿Quién es el peor enemigo del torero: el toro o él mismo? Porque el miedo avergüenza, pero la euforia es mala consejera.
 
A veces es difícil de explicar. Cuando estoy allí me olvido de todo. Hay momentos en que olvidas que cualquier voltereta te generará un problema, bien porque te cornean o porque te queda una lesión. La adrenalina hace todo se borre, aún más si la gente disfruta. La adrenalina te deja cruzar la raya que normalmente no cruzarías. Es una cosa fuera de lo normal.

-Hay que tocar el tema, porque está ahí: el rechazo por el mundo del toro es cada día mayor. Entre el desconocimiento y el repudio, se levanta un muro, una sequía. ¿Usted va hacia delante no? ¿Por eso ha llegado hasta aquí?
 
En mi familia todos vivimos por el toro. Es algo que tienes y con lo que naces, y si hay quien no le guste, pues bien lo entiendo. Pero si te gusta, debes mentalizarte, porque es muy duro. Es una profesión, tienes que ser consciente de que lo que tienes frente a ti es un animal. Si juegas al fútbol lo que tienes enfrente es una pelota, con todos mis respetos, pero es una pelota. Nosotros tenemos un toro y un público que te lo exige todo: que te juegues la vida, que estés bien colocado, que coloques la banderilla, y que mientras todo eso ocurre, te gritan, te dicen cosas. Y tienes que salir y hacerlo, porque te gusta. De otra manera, no lo consigues.

Han transcurrido treinta y cinco minutos de conversación y el novillero ni siquiera ha mirado el reloj. Está concentrado. Dentro de poco tiene que marcharse rumbo a Francia; ahora es que queda temporada por delante, el próximo domingo 19 participa en otra novillada, en Lunel, y el siguiente en Carcassonne. Luce tranquilo. En la silla contigua, el capote estampado con su nombre y la espada reposan, dispuestas con cierto honor, como si fuesen a acotar algo. Acaso convendría hacer una foto o dos. Una sin traje de luces, sin poses, sin solemnidad. Para despistar, mejor dicho, para cambiar de tercio, lo mejor sería hacer preguntas sin puntería, de esas que no buscan nada y sirven para quitar hierro al asunto: hablar de los teléfonos inteligentes, de lo útiles que son para hacer lo que algunos periodistas no saben -fotos, por ejemplo- o del terrible calor que no cesa. Ese tipo de socorridos comentarios.

Pero entonces una cosa lleva a la otra y el hombre serio de veinte años que mira a la cámara, el que durante 35 minutos ha sostenido una mirada de ojos almendrados y muy abiertos, baja de pronto la vista y abotona con sus dedos un botón que ya está perfectamente abotonado. "¿Que dónde vive mi familia…? ". Sí, sí, eso le he preguntado. ¿Dónde vive? "Todos están allá, en Táchira", responde. Click. "Mi familia aquí es la familia de López-Cháves y los apoderados franceses”. Click.

Viéndolo a través de la pantalla de un teléfono, entiende quien lo retrata -mejor dicho, quien lo intenta-  de dónde sale la fuerza con la que Manuel Vanegas  puede convertir en mantequilla el cuero duro de una bestia de 500 kilos para atravesarla con una espada. Viéndolo, es posible entender de dónde sale el empuje para cruzar un mar de 8.000 kilómetros sin mirar atrás. Sólo así uno entiende de dónde proviene el empeño por el recorte perfecto y la mirada limpia de los que saben a qué lugar quieren llegar, aunque a veces deseen volver a aquel de donde provienen.

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